Paulina Zamora
3 min readApr 17, 2024

Es difícil no sentir vergüenza si intento escribir sobre la depresión, los dedos se me ensucian de juicios morales aunque no lo quiera, porque es moralmente vergonzoso escribir que despierto tarde por las mañanas y todavía más tarde me levanto de la cama, que los huesos y músculos pesan como si el día anterior hubiera sido productivo, y en realidad uno tras otro son iguales, semana tras semanas vacías, despertando sin hallar una motivación, más que la religión del café mañanero y luego el hambre y un huevo para anticiparme al dolor de cabeza si no como.

No hay agendas, no por falta de responsabilidades, sencillamente la memoria abandonó esos anclajes para darle significado a los días, de enero, de febrero, de marzo y de abril. No hay trabajo, acaso los trastes, que tampoco se juntan por mi moralidad rígida, así como el baño y la higiene personal.

Hoy es mucho pedir que no escriba textos tristes, pobres, domésticos, mínimos, dolorosos, no hay otra cosa.

Sigo yendo a terapia, que quizá se perciba como un lujo, porque se ha vuelto la única vía para continuar estando aquí. Es el espacio de mí para mí, para hablar sin ser juzgado, incluso descanso de la voz de la mente. Es la forma que he encontrado para cuidarme y seguir vivo. Quiero decir, que es verdad no estoy solo, tengo pareja y amigues cerca, me ayudan y me acompañan, me permito ser cuidada por ellos. Por eso no he dejado la terapia. Es penoso verme a mí mismo con la mirada de los demás, filtrada por la despiadada manera de juzgarme.

El otro día salí a caminar para buscar trabajos anunciados en establecimientos y en la calle, sin darme cuenta tomé el rumbo más solitario y mi cabeza se fue a otro lugar menos a lo que me había propuesto, creo que tenía los ojos en los pasos de mis pies.

Tenía también la consigna de escribir más y aumentar aquel ensayo, aconsejado por un amigo, para mandarlo a una editorial o lo que fuera, que con suerte lo acepten y publicaran. Ha pasado medio año y no he agregado una sola palabra, qué tendría que añadir ¿que a Miguel lo mataron? agregar que, después de nuestra despedida con la que cierra el relato, un día recibí el mensaje de que había muerto, y por la noche marqué al teléfono del sitio de taxis que era su base de trabajo, para preguntar por él. Hola ¿está Miguel? No, me responden. ¿Sabes si le pasó algo? Se murió, lo mataron, está enterrado en el panteón de (nombre de poblado), de donde es su familia. Gracias, y colgué.

¿Qué más se supone que debo de agregar? Que la ola de violencia de mi ciudad es un lastre que no sé en qué basurero tirar, que aun tengo pesadillas de sucesos horribles, sueños con pánico y paranoia. Que convierta todo eso en material narrativo. Hay temporadas que la herida está cerrada, a punto de cicatrizar, pero luego otras donde se le sale el alma a mi cuerpo y me vuelvo un fantasma que no aprendió nada de cómo seguir la vida y habitar el mundo. Y tengo que volver a la vida, no sé cómo pero tengo que volver, ser funcional, una persona responsable, un tonto que encuentra sentido en perseguir sus sueños. A la búsqueda del enunciado que ponga en marcha la escritura que sí vale. No sé.